Fundadores de Mariano Arista

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viernes, 1 de marzo de 2013

Ley 1-III-1940 Ley de represión contra la Masonería y el Comunismo


El día 1 de marzo de 1940, ahora se cumplen 70 años, y cuando sólo han pasado unos meses de la finalización de la Guerra Civil, el gobierno del nuevo estado de Franco promulgaba la Ley de represión contra la Masonería y el Comunismo, sin duda, dos de los “fantasmas” a los que el dictador imputó a lo largo de su larguísimo mandato la mayor parte de los males y desviaciones del auténtico “espíritu nacional” que, a su juicio, habían venido asolando el solar patrio desde que el liberalismo, la ilustración, el parlamentarismo y todos los demás “ismos”, excepto naturalmente los totalitarismos nazi o italiano,  expresaran su huella en la cultura política europea y española de los comienzos de la contemporaneidad.  
 
La Ley 1-III-1940 de la Jefatura del Estado se constituye, junto con otros dos textos jurídicos igualmente aparecidos en los primeros instantes de la dictadura (Ley de Responsabilidades Políticas de 9-II-1939 y Ley de Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941) en el primer pivote del derecho represivo del franquismo que manifiesta, bien a las claras, la cuestión, tantas veces repetida y que no conviene olvidar, de que el 1º de abril de 1939 lo que vino después de aquellos tres “años triunfales” no fue la paz, sino que lo que llegó fue la victoria. Y es que, tales textos legislativos, además de su evidente naturaleza jurídica, a todas luces aberrante y alejada de cualquier canon constitutivo del derecho democrático, como han manifestado suficientemente sus analistas, expresaban toda una intencionalidad punitiva y profundamente condenatoria de la acción de quienes habían apoyado al régimen constitucional republicano, muy alejados tales textos jurídicos de vehicular un posible espíritu de reconciliación. Por el contrario sus contenidos, venían a ocuparse, desde ópticas diversas (sectoriales, sociales, institucionales, económicas, etc.) de las más diferentes dimensiones de un aparato y políticas represivas, puestas en marcha de forma contundente,  que debían ejercerse de forma inmediata no sólo con los que habían perdido la guerra, sino contra  quienes osaran cuestionar los “principios inmutables” del Glorioso Movimiento Salvador de la patria, políticas estas a las que la jerarquía eclesiástica había dado, no sólo su apoyo sino su bendición en la conocida Carta Colectiva del Episcopado español de 1º de julio de 1937.
 
La ley contra la represión de la masonería y el comunismo señalaba en su preámbulo que “ningún factor, entre los muchos que han contribuido a la decadencia de España, influyó tan perniciosamente en la misma y frustró con tanta frecuencia las saludables reacciones populares y el heroísmo de nuestras armas, como las sociedades secretas (masonería) y las fuerzas internaciones de índole clandestina (comunismo)”. Desde la pérdida del imperio colonial, la cruenta guerra de la Independencia, los enfrentamientos civiles del XIX, así como “los numerosos crímenes de estado”, que culminan con las acechanzas que minaron la caída de la Monarquía y de la dictadura de Primo de Rivera (sic), nada escapa a la responsabilidad imputada a estas dos fuerzas de índole clandestina, demonizadas desde sus orígenes, constitutivas de la tantas veces citada “conspiración judeo-masónica” y condenadas, en el futuro, a ser dos de los chivos expiatorios que el totalitarismo expresado en su versión hispana tras el fin de la guerra civil, el llamado “nacionalcatolicismo”, sitúa en el nuevo imaginario, en el nuevo sistema de valores prevalentes que las diferentes instancias y  vehículos de socialización (una escuela absolutamente depurada y controlada, un partido único FET encargado de las tareas culturales y de adoctrinamiento, un Estado totalitario, represor y convencido de “determinados esencialismos históricos” y una Iglesia que, lejos de plantear una reflexión crítica sobre su protagonismo, culpas  y posibles errores en la pasada contienda civil, otorga su “palio” y bendición a las nuevas instancias políticas), van a terminar manifestando un panorama que otorga su sesgo característico a aquel terrible “tiempo de silencio” que se expresó, si cabe decirlo así, durante la primera década de la dictadura. En lo que a nuestra provincia se refiere, sus cláusulas iban a ser implacablemente aplicadas sobre los componentes de las diversas logias y triángulos masónicos (Turdetania de Córdoba, Isis Lucentino, Luz y Prosperidad de Palma del Río, Renacer de Peñarroya, 18 Brumario de Puente Genil, etc.) en las que militan algunos de los más significados intelectuales y políticos de la Córdoba de aquellos momentos y de los que pueden ser representativos personas como A. Jaén Morente, Fco. Azorín Izquierdo, Ramón Carreras Pons, Antonio España Ocaña, J. Tubío Aranda,  A. Jiménez Alba, Gabriel Morón Díaz, Eloy Vaquero Cantillo, Vicente Lombardía y un largo etcétera, que hubieron de sufrir proceso por esta ley de la que ahora se cumplen 70 años de su promulgación.
 
Este texto jurídico no sería derogado hasta bien entrados los años sesenta, lo que no quiere decir que desaparecieran otros niveles de represión sobre ambas instancias, sin duda la más importante el Tribunal de Orden Público,  aunque como es de sobra conocido, ni masones, ni comunistas volverían fácilmente  a encontrar su lugar y reconocimiento en la sociedad española hasta los inicios de la transición democrática.
 
Antonio Barragán Moriana
Catedrático de Historia Contemporánea de la UCO