Seudónimo
del gran poeta nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, iniciador y máximo
representante del Modernismo hispanoamericano. Su familia era conocida por el
apellido de un abuelo, "la familia de los Darío", y el joven poeta,
en busca de eufonía, adoptó la fórmula "Rubén Darío" como nombre
literario de batalla.
Rubén Darío
Con una dichosa facilidad para el ritmo y la rima creció Rubén
Darío en medio de turbulentas desavenencias familiares, tutelado por solícitos
parientes y dibujando con palabras en su fuero interno sueños exóticos,
memorables heroísmos y tempestades sublimes. Pero ya en su época toda esa
parafernalia de prestigiosos tópicos románticos comenzaba a desgastarse y se
ofrecía a la imaginación de los poetas como las armas inútiles que se conservan
en una panoplia de terciopelo ajado. Rubén Darío estaba llamado a revolucionar
rítmicamente el verso castellano, pero también a poblar el mundo literario de
nuevas fantasías, de ilusorios cisnes, de inevitables celajes, de canguros y
tigres de bengala conviviendo en el mismo paisaje imposible.
Casi por azar nació Rubén en una pequeña ciudad nicaragüense
llamada Metapa, pero al mes de su alumbramiento pasó a residir a León, donde su
madre, Rosa Sarmiento, y su padre, Manuel García, habían fundado un matrimonio
teóricamente de conveniencias pero próspero sólo en disgustos. Para hacer más
llevadera la mutua incomprensión, el incansable Manuel se entregaba
inmoderadamente a las farras y ahogaba sus penas en los lupanares, mientras la
pobre Rosa huía de vez en cuando de su cónyuge para refugiarse en casa de
alguno de sus parientes. No tardaría ésta en dar a luz una segunda hija,
Cándida Rosa, que se malogró enseguida, ni en enamorarse de un tal Juan Benito
Soriano, con el que se fue a vivir arrastrando a su primogénito a "una
casa primitiva, pobre y sin ladrillos, en pleno campo", situada en la localidad
hondureña de San Marcos de Colón.
No obstante, el pequeño Rubén volvió pronto a León y pasó a
residir con los tíos de su madre, Bernarda Sarmiento y su marido, el coronel
Félix Ramírez, los cuales habían perdido recientemente una niña y lo acogieron
como sus verdaderos padres. Muy de tarde en tarde vio Rubén a Rosa Sarmiento, a
quien desconocía, y poco más o menos a Manuel, por quien siempre sintió
desapego, hasta el punto de que el incipiente poeta firmaba sus primeros
trabajos escolares como Félix Rubén Ramírez.
Durante su primeros años estudió con los jesuitas, a los que
dedicó algún poema cargado de invectivas, aludiendo a sus "sotanas
carcomidas" y motejándolos de "endriagos"; pero en esa etapa de
juventud no sólo cultivó la ironía: tan temprana como su poesía influida por
Bécquer y por Victor Hugo fue su vocación de eterno enamorado. Según propia
confesión en la Autobiografía,
una maestra de las primeras letras le impuso un severo castigo cuando lo
sorprendió "en compañía de una precoz chicuela, iniciando indoctos e
imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora, las bellaquerías detrás
de la puerta".
Antes de cumplir quince años, cuando los designios de su corazón
se orientaron irresistiblemente hacia la esbelta muchacha de ojos verdes
llamada Rosario Emelina Murillo, en el catálogo de sus pasiones había anotado a
una "lejana prima, rubia, bastante bella", tal vez Isabel Swan, y a
la trapecista Hortensia Buislay. Ninguna de ellas, sin embargo, le procuraría
tantos quebraderos de cabeza como Rosario; y como manifestara enseguida a la
musa de su mediocre novela sentimental Emelina sus deseos de contraer inmediato
matrimonio, sus amigos y parientes conspiraron para que abandonara la ciudad y
terminara de crecer sin incurrir en irreflexivas precipitaciones.
En agosto de 1882 se encontraba en El Salvador, y allí fue
recibido por el presidente Zaldívar, sobre el cual anota halagado en su Autobiografía: "El
presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección;
mas cuando me preguntó qué es lo que yo deseaba, contesté con estas exactas e
inolvidables palabras que hicieron sonreír al varón de poder: "Quiero
tener una buena posición social".
En este elocuente episodio, Rubén expresa sin tapujos sus
ambiciones burguesas, que aún vería más dolorosamente frustradas y por cuya
causa habría de sufrir todavía más insidiosamente en su ulterior etapa chilena.
En Chile conoció también al presidente suicida Balmaceda y trabó amistad con su
hijo, Pedro Balmaceda Toro, así como con el aristocrático círculo de allegados
de éste; sin embargo, para poder vestir decentemente, se alimentaba en secreto
de "arenques y cerveza", y a sus opulentos contertulios no se les
ocultaba su mísera condición. Publica en Chile, a partir de octubre de 1886, Abrojos, poemas que dan cuenta
de su triste estado de poeta pobre e incomprendido, y ni siquiera un fugaz amor
vivido con una tal Domitila consigue enjugar su dolor.
Para un concurso literario convocado por el millonario Federico
Varela escribe Otoñales,
que obtiene un modestísimo octavo lugar entre los cuarenta y siete originales
presentados, y Canto épico a
las glorias de Chile, por el que se le otorga el primer premio, compartido
con Pedro Nolasco Préndez, y que le reporta la módica suma de trescientos
pesos.
Pero es en 1888 cuando la auténtica valía de Rubén Darío se da a
conocer con la publicación de Azul,
libro encomiado desde España por el a la sazón prestigioso novelista Juan
Valera, cuya importancia como puente entre las culturas española e
hispanoamericana ha sido brillantemente estudiada por María Beneyto. Las cartas
de Juan Valera sirvieron de prólogo a la nueva reedición ampliada de 1890, pero
para entonces ya se había convertido en obsesiva la voluntad del poeta de
escapar de aquellos estrechos ambientes intelectuales, donde no hallaba ni el
suficiente reconocimiento como artista ni la anhelada prosperidad económica,
para conocer por fin su legendario París.
El 21 de junio de 1890 Rubén contrajo matrimonio con una mujer con
la que compartía aficiones literarias, Rafaela Contreras, pero sólo al año siguiente,
el 12 de enero, pudo completarse la ceremonia religiosa, interrumpida por una
asonada militar. Más tarde, con motivo de la celebración del cuarto Centenario
del Descubrimiento de América, vio cumplidos sus deseos de conocer el Viejo
Mundo al ser enviado como embajador a España.
El poeta desembarcó en La Coruña el 1 de agosto de 1892 precedido
de una celebridad que le permitirá establecer inmediatas relaciones con las
principales figuras de la política y la literatura españolas, pero,
desdichadamente, su felicidad se ve ensombrecida por la súbita muerte de su
esposa, acaecida el 23 de enero de 1893, lo que no hace sino avivar su
tendencia, ya de siempre un tanto desaforada, a trasegar formidables dosis de
alcohol.
Precisamente en estado de embriaguez fue poco después obligado a
casarse con aquella angélica muchacha que había sido objeto de su adoración
adolescente, Rosario Emelina Murillo, quien le hizo víctima de uno de los más
truculentos episodios de su vida. Al parecer, el hermano de Rosario, un hombre
sin escrúpulos, pergeñó el avieso plan, sabedor de que la muchacha estaba
embarazada. En complicidad con la joven, sorprendió a los amantes en honesto
comercio amoroso, esgrimió una pistola, amenazó con matar a Rubén si no
contraía inmediatamente matrimonio, saturó de whisky al cuitado, hizo llamar a
un cura y fiscalizó la ceremonia religiosa el mismo día 8 de marzo de 1893.
Retrato de Rubén Darío a los 28 años
Naturalmente, el embaucado hubo de resignarse ante los hechos,
pero no consintió en convivir con el engaño: habría de pasarse buena parte de
su vida perseguido por su pérfida y abandonada esposa. Lo cierto es que Rubén
concertó mejor apaño en Madrid con una mujer de baja condición, Francisca
Sánchez, la criada analfabeta de la casa del poeta Villaespesa, en la que
encontró refugio y dulzura. Con ella viajará a París al comenzar el siglo, tras
haber ejercido de cónsul de Colombia en Buenos Aires y haber residido allí
desde 1893 a 1898, así como tras haber adoptado Madrid como su segunda
residencia desde que llegara, ese último año, a la capital española enviado por
el periódico La Nación.
Se inicia entonces para él una etapa de viajes entusiastas Italia,
Inglaterra, Bélgica, Barcelona, Mallorca... y es acaso entonces cuando escribe
sus libros más valiosos: Cantos
de vida y esperanza(1905), El
canto errante (1907), El poema de otoño(1910), El oro de Mallorca (1913). Pero debe viajar a Mallorca
para restaurar su deteriorada salud, que ni los solícitos cuidados de su buena
Francisca logran sacar a flote. Por otra parte, el muchacho que quería alcanzar
una "buena posición social", no obtuvo nunca más que el dinero y la
respetabilidad suficientes como para vivir con frugalidad y modestia, y de ello
da fe un elocuente episodio de 1908, relacionado con el extravagante escritor
español Alejandro Sawa, quien muchos años antes le había servido en París de
guía para conocer al perpetuamente ebrio Verlaine.
Sawa, un pobre bohemio, viejo, ciego y enfermo, que había
consagrado su orgullosa vida a la literatura, le reclamó a Rubén la escasa suma
de cuatrocientas pesetas para ver por fin publicada la que hoy es considerada
su obra más valiosa, Iluminaciones
en la sombra, pero éste, al parecer, no estaba en disposición de
facilitarle este dinero y se hizo el desentendido, de modo que Sawa, en su
correspondencia, acabó por pasar de los ruegos a la justa indignación,
reclamándole el pago de servicios prestados. Según declara ahora, él habría
sido el autor o negro, en
argot editorial de algunos artículos remitidos en 1905 a La Nación y firmados por Rubén Darío. En
cualquier caso, será al fin el poeta nicaragüense quien, a petición de la viuda
de Alejandro Sawa, prologará enternecido el extraño libro póstumo de ese
"gran bohemio" que "hablaba en libro" y "era
gallardamente teatral", citando las propias palabras de Rubén.
Y es que al final de su vida, el autor de Azul no estaba en disposición de favorecer
a sus amigos más que con su pluma, cuyos frutos ni aun en muchos casos le
alcanzaban para pagar sus deudas, pero ganó, eso sí, el reconocimiento de la
mayoría de los escritores contemporáneos en lengua española y la obligada
gratitud de todos cuantos, después que él, han intentado escribir un
alejandrino en este idioma. En 1916, al poco de regresar a su Nicaragua natal,
Rubén Darío falleció, y la noticia llenó de tristeza a la comunidad intelectual
hispanoparlante.
La obra de Rubén Darío
Su poesía, tan bella como culta, musical y sonora, influyó en
centenares de escritores de ambos lados del océano Atlántico. Darío fue uno de
los grandes renovadores del lenguaje poético en las Letras hispánicas. Los
elementos básicos de su poética los podemos encontrar en los prólogos a Prosas profanas, Cantos de
vida y esperanza y El canto errante. Entre ellos
es fundamental la búsqueda de la belleza que Rubén encuentra oculta en la
realidad. Para Rubén, el poeta tiene la misión de hacer accesible al resto de
los hombres el lado inefable de la realidad. Para descubrir este lado inefable,
el poeta cuenta con la metáfora y el símbolo como herramientas principales.
Directamente relacionado con esto está el rechazo de la estética realista y su
escapismo a escenarios fantásticos, alejados espacial y temporalmente de su
realidad.
Enteramente inquieto e insatisfecho, codicioso de placer y de
vida, angustiado ante el dolor y la idea de la muerte, Darío pasa
frecuentemente del derroche a la estrechez, del optimismo frenético al
pesimismo desesperado, entre drogas, mujeres y alcohol, como si buscara en la
vida la misma sensación de originalidad que en la poesía o como si tratara de
aturdirse en su gloria para no examinar el fondo admonitor de su conciencia.
Este "pagano por amor a la vida y cristiano por temor de la muerte"
es un gran lírico ingenuo que adivina su trascendencia y quiere romper el cerco
tradicional de España y América: y lo más importante es que lo consigue. Es
necesario romper la monótona solemnidad literaria de España con los ecos del
ímpetu romántico de Victor Hugo, con las galas de los parnasianos, con el
"esprit" de Verlaine; los artículos de Los raros (1896), de temas preponderantemente
franceses, nos hablan con claridad de esta trayectoria.
Pero también América hispánica se está encerrando en un círculo tradicional,
con lo norteamericano por arriba y los cantos a Junín y a la agricultura de la
Zona Tórrida por todas partes; y allá van sus Prosas
profanas, con unas primeras palabras de programa, en las que figuran
composiciones tan singulares y brillantes como el Responso a Verlaine, Era un aire suave... y la Sonatina. Ha triunfado el
modernismo: había que reaccionar contra la ampulosidad romántica y la estrechez
realista; las inquietudes de Casal, de James Freyre, de Asunción Silva, de
Martí, de Díaz Mirón, de Salvador Rueda, son recogidas y organizadas por el
gran lírico, que, influido por el parnasianismo y el simbolismo franceses, echa
las bases de la nueva escuela: el modernismo, punto de partida de toda la
renovación lírica española e hispanoamericana.
Pero él rechaza las normas de la escuela y la mala costumbre de la
imitación; dice que no hay escuelas, sino poetas, y aconseja que no se imite a
nadie, ni a él mismo... Ritmo y plástica, música y fantasía son elementos
esenciales de la nueva corriente, más superficial y vistosa que profunda en un
principio, cuando aún no se había asentado el fermento revolucionario del
poeta. Pero pronto llega el asentamiento. El lírico "español de América y
americano de España", que había abierto a lo europeo y a lo universal los
cotos cerrados de la Madre Patria y de Hispanoamérica, miró a su alma y su
obra, y encontró la falta de solera hispánica: "yo siempre fui, por alma y
por cabeza, / español de conciencia, obra y deseo"; y en la poesía
primitiva y en la poesía clásica española encontró la solera hispánica que
necesitaba para escribir los versos de la más lograda y trascendente de sus
obras: Cantos de vida y
esperanza (1905), en la que
corrige explícitamente la superficialidad anterior ("yo soy aquel que ayer
no más decía..."), y en la que figuran composiciones como Lo fatal, La marcha triunfal, Salutación
del optimista, A Roosevelt y Letanía
de Nuestro Señor don Quijote.
El gran lírico nicaragüense abre las puertas literarias de España
e Hispanoamérica hacia lo exterior, como lo harán en seguida, en plano más
ideológico, los escritores españoles de la generación del 98. La Fayette había
simbolizado la presencia de Francia en la lucha norteamericana por la independencia;
las ideas de los enciclopedistas y de la Revolución francesa habían estado
presentes en la gesta de la independencia hispanoamericana: ¿qué tiene de
sorprendente que Rubén Darío buscara en Francia los elementos que necesitaba
para su revolución? Quiso modernizar, renovar, flexibilizar la grandeza
hispánica con el "esprit", con la gracia francesa, frente al sentido
materialista y dominador del mundo anglosajón y, especialmente, norteamericano.
Otras composiciones trascendentes figuran en otros libros suyos: El canto errante (1907), Poema del otoño y otros poemas (1910), en el que figuran Margarita, está linda la mar...
y Los motivos del lobo, y
el libro que contiene su composición más extensa, el Canto a la Argentina, que con
otros poemas se publicó en 1914. La prosa suya, además de en Azul y en Los
raros, podemos encontrarla en Peregrinaciones (1901), La caravana pasa (1902) y Tierras solares (1904), entre otros trabajos de menor
interés concernientes a viajes, impresiones políticas, autobiográficas, etc.
Rubén Darío es un genio lírico hispanoamericano de resonancia
universal, que maneja el idioma con elegancia y cuidado, lo renueva con vocablos
brillantes, en un juego de ensayos métricos audaces y primorosos, y se atreve a
realizar con él combinaciones fonéticas dignas de fray Luis de León, como
aquella del verso: "bajo el ala aleve de un leve abanico"; pero la
aliteración es sólo un aspecto parcial de la musicalidad del poeta, maestro
moderno y universal del ritmo, la imagen y la armonía.
Fuente: Biografias y Vida.