Un escenario desolador, con el aire saturado de muerte y pólvora, circundaba a la ciudad de México en septiembre de 1847. Nuestra capital era asaltada y profanada por un invasor que al principio de la guerra jamás soñó con llegar tan lejos. Una y otra vez los aprestos militares de nuestros paisanos se mostraron inútiles: Padierna, Churubusco, Molino del Rey. Vencida la resistencia y traspasadas las defensas, en la mira estratégica del general norteamericano Winfield Scott figuró como punto fuerte y galardón, una de las prominencias más notables de la ciudad: el cerro de Chapultepec con su alcázar y la sede del Colegio Militar.
De mayo de 1846 a septiembre de 1847, el territorio nacional fue objeto de invasión por el Norte, por el Pacífico y por el Golfo; con la capital del país a punto de ser ocupada y carente de defensas efectivas, la obstinación por mantener un punto estratégico era locura y empresa vana, o, en un sentido profundo, búsqueda desesperada por encontrar un sentido a la vida, al deber y a la historia.
En la defensa de Chapultepec participó el general Nicolás Bravo, al mando de ochocientos soldados. A manera de refuerzo también se unió el batallón de San Blas, integrado por cuatrocientos elementos bajo las órdenes del teniente coronel Santiago Xicoténcatl. Por último, en el alcázar, se encontraba medio centenar de alumnos comandados por el capitán Domingo Alvarado y el sargento Ignacio Molina.
La víspera y la mañana de ese día fue de intensos bombardeos por parte de la artillería norteamericana, apostada en las lomas de Tacubaya. El asalto fue demoledor y sangriento. Cuando se avizoraba la pérdida del castillo, corrió la orden de desalojar sus instalaciones. Sin embargo, un puñado de cadetes decidió mantenerse apostado y beligerante. ¿Por qué lo hicieron? Acaso porque daba lo mismo retirarse para encontrar al país vencido, que mantenerse firmes, feroces y perseverantes contra el invasor que demolía ante sus ojos la imagen de su patria y de su mundo.
De aquellos héroes, la historia nacional ha destacado los nombres de seis cadetes: Juan de la Barrera, Agustín Melgar, Francisco Márquez, Vicente Suárez, Fernando Montes de Oca y Juan Escutia. No obstante, murieron muchos más. Eran jóvenes, mozos plenos, promesa interrumpida de una gente de bien. Su muerte semejó a la de otros, ni más terrible, ni menos heroica, pero encomiable por su juventud y por el hecho de no estar obligados a defender la plaza, dada su condición de alumnos.
Se quedaron para defender el colegio y su orgullo militar. Decidieron permanecer porque la vida los puso ahí, en un momento con dos posibilidades extremas: morir sin sentido o sucumbir peleando en aras de una victoria imposible pero anhelada. ¿Era necesario que murieran para volverse ejemplares ante la posteridad? Quizás no, pero la historia y los episodios señeros de aquel 13 de septiembre, no dejaron al descubierto otra senda que pudiera transitarse.
La historia de aquella gesta nos conmueve por la juventud de sus protagonistas. Nos amarga por la injusticia de la guerra y por la impotencia de la defensa frustrada. Nos duele pero también nos enaltece, porque esos cadetes fueron la muestra clara y contundente del sacrificio. Ofrendaron su vida por motivos propios y por el legado inmaterial del honor militar y el sentimiento nacionalista.
De mayo de 1846 a septiembre de 1847, el territorio nacional fue objeto de invasión por el Norte, por el Pacífico y por el Golfo; con la capital del país a punto de ser ocupada y carente de defensas efectivas, la obstinación por mantener un punto estratégico era locura y empresa vana, o, en un sentido profundo, búsqueda desesperada por encontrar un sentido a la vida, al deber y a la historia.
En la defensa de Chapultepec participó el general Nicolás Bravo, al mando de ochocientos soldados. A manera de refuerzo también se unió el batallón de San Blas, integrado por cuatrocientos elementos bajo las órdenes del teniente coronel Santiago Xicoténcatl. Por último, en el alcázar, se encontraba medio centenar de alumnos comandados por el capitán Domingo Alvarado y el sargento Ignacio Molina.
La víspera y la mañana de ese día fue de intensos bombardeos por parte de la artillería norteamericana, apostada en las lomas de Tacubaya. El asalto fue demoledor y sangriento. Cuando se avizoraba la pérdida del castillo, corrió la orden de desalojar sus instalaciones. Sin embargo, un puñado de cadetes decidió mantenerse apostado y beligerante. ¿Por qué lo hicieron? Acaso porque daba lo mismo retirarse para encontrar al país vencido, que mantenerse firmes, feroces y perseverantes contra el invasor que demolía ante sus ojos la imagen de su patria y de su mundo.
De aquellos héroes, la historia nacional ha destacado los nombres de seis cadetes: Juan de la Barrera, Agustín Melgar, Francisco Márquez, Vicente Suárez, Fernando Montes de Oca y Juan Escutia. No obstante, murieron muchos más. Eran jóvenes, mozos plenos, promesa interrumpida de una gente de bien. Su muerte semejó a la de otros, ni más terrible, ni menos heroica, pero encomiable por su juventud y por el hecho de no estar obligados a defender la plaza, dada su condición de alumnos.
Se quedaron para defender el colegio y su orgullo militar. Decidieron permanecer porque la vida los puso ahí, en un momento con dos posibilidades extremas: morir sin sentido o sucumbir peleando en aras de una victoria imposible pero anhelada. ¿Era necesario que murieran para volverse ejemplares ante la posteridad? Quizás no, pero la historia y los episodios señeros de aquel 13 de septiembre, no dejaron al descubierto otra senda que pudiera transitarse.
La historia de aquella gesta nos conmueve por la juventud de sus protagonistas. Nos amarga por la injusticia de la guerra y por la impotencia de la defensa frustrada. Nos duele pero también nos enaltece, porque esos cadetes fueron la muestra clara y contundente del sacrificio. Ofrendaron su vida por motivos propios y por el legado inmaterial del honor militar y el sentimiento nacionalista.