Dos años antes de que estallara la guerra de independencia, la sociedad novohispana presenció sucesos que conmovieron a sus integrantes y cimbraron los cimientos del hasta entonces inamovible poder colonial. Si bien existían causas de descontento por la exacción constante de recursos por parte de la metrópoli, la desigualdad y la escasa o nula participación de los mexicanos en las esferas de la alta política, fueron la invasión napoleónica a España y la sumisa y claudicante actuación de los Borbones, los hechos que precipitaron y dieron cauce a ese descontento.
El 14 de julio de 1808 se recibieron las noticias de las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII a favor de Bonaparte en Bayona. Desde ese momento y durante dos meses, se vivió en un ambiente de zozobra, noticias contradictorias, y vacío de poder, que provocó las reacciones del cabildo o ayuntamiento de la ciudad de México (particularmente de los regidores Francisco Primo de Verdad y Ramos, y Juan Francisco Azcárate), y del fraile mercedario Melchor de Talamantes. Fueron apoyados por el virrey Iturrigaray a quien, el 19 de julio, manifestaron los regidores que la abdicación de Carlos IV y Fernando VII se consideraba “…contra los derechos de la nación, a quien ninguno puede darle rey sino ella misma por el consentimiento universal de sus pueblos…”.
Las noticias de la insurrección de España contra Napoleón, modificaron y complicaron la situación política de Nueva España. El desconcierto aumentó cuando la junta de Sevilla y posteriormente la de Oviedo solicitaron ser reconocidas por Nueva España. En total, tres representaciones del Ayuntamiento y cinco tormentosas juntas que tuvieron lugar desde el 19 de julio hasta el 9 de septiembre, nos dejan el testimonio de las discusiones y posturas encontradas entre los protagonistas de estos sucesos.
Si resumiéramos dichas posturas, podríamos decir que la de los miembros del cabildo era convocar a una junta gubernativa ya que, habiendo desaparecido el gobierno de la metrópoli, el pueblo, “fuente y origen de la soberanía”, debía reasumirla. Así el ayuntamiento de México, asumiendo la representación de todo el reino de Nueva España, pidió la formación de un gobierno provisional, la reunión de juntas generales de las autoridades de la capital y que posteriormente fuera convocado un congreso de representantes de todos los ayuntamientos del reino. El virrey continuaría siendo la cabeza del gobierno y aunque se sugería mantener las leyes e instituciones existentes, las autoridades deberían jurar su fidelidad a Fernando VII ante el ayuntamiento, representante de “los hombres de ciudades y villas”.
Sin embargo para los oidores, la inquisición y el real acuerdo, las cosas no habían variado: mientras existiera una autoridad que gobernase en nombre de Fernando, les bastaba para ser reconocida. Si bien los regidores no estaban proponiendo abiertamente la independencia, las autoridades españolas veían con razonable desconfianza esta iniciativa. Rebatieron los razonamientos de Verdad con el argumento de que Nueva España no tenía el derecho de reunión, por tratarse de un ente subordinado a la metrópoli, y no un pueblo con la capacidad y libertad de reunirse en Cortes. Varios partidarios de esta postura llegaron a equiparar la convocatoria a una junta general de Nueva España con la reunión de los estados generales en Francia.
El virrey envió un despacho a los ayuntamientos de Nueva España para que nombraran un representante que fuera a la capital. Mientras tanto, firmó un indulto general. Todos estos movimientos, incluyendo la ostentosa forma en que trataba de ganarse al pueblo acabaron por desquiciar la situación y la desconfianza mutua de ambos bandos.
Mientras, el ayuntamiento continuaba trabajando en el documento que fundamentaba la necesidad de convocar a la junta de Nueva España, pero sus llamados y argumentos exacerbaron el ánimo del partido de la audiencia. Las constantes alusiones a la soberanía, sus afirmaciones de la representación que de ésta tenía el cabildo y la exigencia de jurar ante órganos que se constituirían en sus legítimos depositarios, eran razonamientos que podían trastocar el orden establecido.
Gabriel de Yermo, comerciante español, fue la cabeza visible de una conspiración que, la noche del 15 de septiembre de 1808, perpetró la destitución de Iturrigaray. Los conspiradores designaron esa misma noche a Pedro Garibay virrey de Nueva España. Unas horas después arrestaron a Melchor de Talamantes, y a los licenciados Verdad y Azcárate. Los habitantes de la ciudad leyeron con gran asombro en la Gaceta de México del 16 de septiembre, lo que había sucedido la noche anterior.
Aunque varias personas fueron arrestadas como cómplices de Iturrigaray, acusado de infidencia por haber intentado separar a Nueva España de la metrópoli, no a todos se les trató con igual rigor. El virrey depuesto era enviado a Veracruz para embarcarlo después a España, donde debía ser juzgado; otros detenidos sufrieron una breve prisión.
El regidor Azcárate fue trasladado al convento de Betlemitas y se le instruyó un voluminoso proceso. Permaneció en la prisión de Belén hasta diciembre de 1811. Al Lic. Verdad se le inculpaba, además de los mismos cargos que a Ázcarate, de haber hablado por primera vez de soberanía popular, doctrina que fue tachada como sediciosa y subversiva; el inquisidor decano, Bernardo del Prado y Ovejero, la declaró proscrita y anatematizada, y el tribunal de la fe la condenó como herética. De acuerdo a los informes de Carlos María de Bustamante, Primo de Verdad murió en la prisión el 4 de octubre de 1808 “asistido por su familia, y enterrado por sus amigos en la capilla del sagrario de Guadalupe”. Nunca se esclarecieron los motivos de su muerte: se insistió en que había sido envenenado y, años después, Vicente Riva Palacio en El libro Rojo propagó la versión de que lo ahorcaron en su celda. Talamantes, por su parte, fue trasladado a la prisión de San Juan de Ulúa, donde murió víctima del vómito negro.
Y ahora nos toca preguntarnos cómo se reivindicó la memoria de los implicados en el asunto, y cómo reinterpretarla a las luces del bicentenario de estos sucesos. Aunque aparentemente se había calmado la situación, numerosos pasquines se fijaban cada noche en las esquinas expresando el descontento popular. En Valladolid primero, después en Querétaro y San Miguel el Grande, comenzarían los trabajos de los conspiradores.
¿Qué dijeron los mismos insurgentes? Miguel Hidalgo, en su Proclama a los Americanos, dada en Guadalajara, señalaba: “Esta legítima libertad… no puede entrar en paralelo con la irrespetuosa que se apropiaron los europeos cuando cometieron el atentado de apoderarse de… Iturrigaray y trastornar el gobierno a su antojo, sin conocimiento nuestro, y dándonos como hombres estúpidos y como manada de animales sin derecho alguno para saber nuestra situación política”. El Despertador Americano, primer periódico insurgente, señalaba en enero de 1811 a Yermo como el gachupín más digno de castigo. Ignacio Rayón, en una Proclama a los europeos en agosto de 1814, les reprochaba haber condenado como infidencia la misma proposición de formar una junta, que en España había sido recibida como patriótica y defensora de la soberanía frente al invasor.
Tras el decaimiento del movimiento insurgente y la muerte de sus principales caudillos, se perdió un poco la memoria de estos sucesos, aunque es de resaltarse que Iturbide, sin mencionarlo como antecedente, llevó a cabo una junta suprema gubernativa como la promovida por el cabildo en 1808. También debe recordarse que Vicente Guerrero, en su respuesta a la petición de Iturbide de unirse para lograr la independencia, mencionó los hechos de 1808 como causales de la rebelión. Sin embargo en los años inmediatamente posteriores, poco se recordó la frustrada tentativa de la junta de Nueva España, salvo por los escritos de Carlos Ma.de Bustamante y Fray Servando Teresa de Mier.
Por su parte el escritor jalisciense Ireneo Paz publicó en 1866 la primera de sus Leyendas históricas de la Independencia, titulada El Lic. Verdad y en la que, si bien bajo la ingenua trama de un romance entre la hija del Lic. Verdad y el hijo de Iturrigaray, a más de los manejos de un malvado pretendiente de la misma muchacha (que no es otro que un sobrino de Gabriel de Yermo), se narran los sucesos de 1808.
México a través de los siglos es seguramente la primera obra impresa en que se empieza a llamar a Verdad “protomártir de la independencia”. Luis González Obregón declaró a El Imparcial en 1908 que los protagonistas de estos sucesos habían sido no precursores, sino actores de la empresa que dio como resultado una nación independiente. Manuel Puga y Acal en el mismo año, propuso sendos homenajes a Verdad y a Talamantes, al primero en la estatua que ya se le había erigido en el Paseo de la Reforma, al segundo, en San Juan de Ulúa. La Comisión para el I Centenario aceptó las propuestas de Puga y Acal. Se honró al Lic. Verdad el 4 de octubre de 1908, día en que se develó una placa conmemorativa del cambio de nombre de la calle de Santa Teresa (la celda del Arzobispado donde murió se encontraba en el número 4 de esa misma calle), por Lic. Verdad. Hoy, a doscientos años exactos de los sucesos que culminaron con la destitución de Iturrigaray y la muerte de Verdad y Talamantes, recordamos una propuesta que, si bien nunca fue aceptada por la vía legal e institucional, constituyó tal vez el primer reclamo articulado, argumentado política y jurídicamente, para la intervención activa de los novohispanos en su propia organización política. Los rechazos y ataques que esta postura provocó, y la trágica suerte de sus defensores, hicieron ver a nuestros insurgentes la necesidad de reclamar esos derechos, ahora por la vía de las armas.